Y de repente, en su presente, se topó a una persona. Un chico que la miró y llevaba algo pintado en la cara, un símbolo o algo así, que le habló mientras ella no dejaba de caminar. «Se te ha caído algo», le dijo. Miró hacia atrás, sin dejar de adelantar pasos, justamente rebuscaba algo en su bolso, tal vez la funda de las gafas de sol, Fuencarral es una calle con sombra, ya no las necesitaba. Le devolvió la mirada interrogante, «se te ha caído la sonrisa» insiste. Inevitable sonrisa de respuesta. Se acerca a la mujer y le ofrece un paquete de incienso. Ella lo coge, le hace gracia la ocurrencia en unos días de estrés en los que necesitaba que le sucediera algo especial. «Te lo puedes quedar pero también puedes compensarlo con una ayuda para los pobres», le comenta el chico con la cara marcada «¿Pobres de qué?» preguntó. Al referirse con esa expresión, «los pobres», no lo tomaba en serio, pero sí, el significado era literal.«Tenemos un comedor gratuito aquí, en el centro, para los pobres». Sin duda, el símbolo en su cara, maquillado en blanco, era un hare krishna.
Rebuscó el monedero en el bolso, recapitulando que llevaba varios días sin sacar dinero del cajero. Al menos tenía unas monedas, le quedaba un euro con veinte. «Es un pastón», le agradece el muchacho. Y se despiden ambos contentos, especialmente ella, con su sonrisa puesta por la ocurrencia del hare krishna y la gratitud por el incienso indio regalado. El día, sin duda, tenía otro color (y otro gesto en su rostro).
Category relatos
Desencuentro
Un reencuentro pactado mediante mensajes de móvil, por miedo a escuchar en la voz del otro un rechazo. Un reencuentro que a Daniel le olía a naftalina.
Tras varios años, tal vez seis, siete… la casualidad provocó que se toparan de frente visitando el museo de arte moderno de la ciudad, ambos entreteniéndose con la misma exposición. No hubo lugar para jugar al despiste manteniéndose cabizbajo para que no le reconociese; ni pudo divisarle de lejos con posibilidad aún de dar media vuelta. Observó la cara de Miguel a un sólo metro de sí mismo y cómo éste le acogía con una sonrisa que le llenaba el rostro de luz, como antes.
Habían sido amigos hacía ya demasiado tiempo, desde entonces no se habían vuelto a ver ni tenían idea de cómo habría evolucionado cada uno. La situación le resultó extraña, paradójica. El encontronazo inesperado le dejaba entrever aún aquella atracción mutua, con matices contradictorios, que ninguno de los dos se había confesado jamás. Siempre habían sido muy correctos, modosos, pero había existido un roce, sonrisas seductoras, aquel café a solas… que le hablaban de algo más. El tercero en discordia, por entonces, quien les había presentado, era el mejor amigo de Miguel, a quien Daniel profesaba en aquel tiempo amor y fidelidad. Aquella relación se había terminado de muy malas formas y Daniel necesitó romper con aquel círculo, pretendió alejarse tanto como pudo de su ex pareja, a quien había temido, de quien sabía que nada bueno podía esperar.
Aquel encuentro en el museo trajo consigo un intercambio de teléfonos, por aquello de ponerse al día en algún período cercano. Pero los meses transcurrieron y ninguno tomó la iniciativa, Daniel ni se lo había propuesto.
Pero llegó un nuevo año y Miguel resolvió enviarle un mensaje: «Me he acordado de ti al encontrar la entrada de aquella pelicula tediosa que vimos juntos, «El rey escorpión». Qué mierda de película, pero qué grata tu compañía. Tenemos pendiente un café. ¿Cuándo?»
Y Daniel, que recibió las palabras con una sonrisa nostálgica, decidió que mañana podría ser un buen día.
Relato onírico
Es curioso. Hoy le recuerda. Sin nostalgia, sin hastío, sin nervio, sin culpa, sin enfados, sin desagravio. Sólo le recuerda.
Fue llamativo encontrarle de madrugada en su sueño. Regresaba a su casa, la de él, para devolverle las llaves. Una relación finalizada hacía meses, tal vez más de un año. Introdujo la llave en la cerradura para entrar, sin permiso, como si aún ese gesto fuera el habitual, sabiendo que él no estaría. Le esperó mientras recogía las pocas cosas que podían quedar de ella en aquel espacio, ya extraño, cambiado. Cuando él llegó a su piso, lo hacía rodeado de amigos. Le esperaba una mudanza por hacer, rápida, sin tiempos muertos. Se iba a no sé qué país europeo, una larga temporada. A trabajar. Lo decía con un gesto melancólico, propio de él, pero sin más, sin lágrimas, sin pena. No se enfadó por encontrarla en su casa sin aviso previo, como si ya lo hubiera sabido, que la encontraría allí, como si tal cosa. Simplemente le dijo “avísame la próxima vez si tienes pensado pasarte a tomar un café”. La próxima vez lo haré, sí. Ella tomó sus cosas y se dispuso a salir. En paz. Antes de cruzar el umbral de la puerta se acercó a darle un beso en la mejilla y, raudo, él hizo un exacto giro de cabeza para depositar atropelladamente un beso en sus labios, símbolo del sentimiento que les había unido y del que ya sólo quedaban migajas de ternura.
Carta a los Reyes Magos
Estimados Reyes Magos:
Ya sabéis que no sois santos de mi devoción pero por si acaso en algún momento os acordáis de mi tengo algunas peticiones, que espero no caigan en saco roto.
1. La primera es que me traigáis un buen puñao de tiempo. Veo año tras año cómo vuelan vertiginosamente los meses, las semanas, los días, sin que dé lugar a disfrutarlos como me gustaría ni a hacer la mitad de las cosas que quiero. Necesito un paso de tiempo más tranquilo, más comedido, para poder saborearlo.
2. También quisiera unas cuantas cajas bien envueltas para que no se escape la seguridad. Seguridad para saber que estoy acertando en los caminos escogidos y que no me pierda en mis mares de dudas existenciales, una seguridad que me haga resistir los envites vitales.
3. ¿Y qué hay de los viajes, Reyes Magos? Me gustaría ver y experimentar en lugares lejanos y distintos al mío para combatir el etnocentrismo del que, sin querer, somos víctimas. A ver si os marcáis una invitación a vuestro barrio.
Tristes, tristes finales
Sin título
Observaba la ropa que aún colgaba en el armario. Todas esas perchas rellenadas con camisas, faldas y pantalones que iban desapareciendo poco a poco, con el paso de los días. Recorría la casa buscando señales que le auguraran que ella aún se quedaría. Pero cada vez que lanzaba una mirada al aire del salón, podía oler los suspiros exhalados de ella cada vez que introducía una de sus pertenencias en la maleta.
-¿Volverás?-
El regreso del ángel de la guarda
Le volvió a ver hace días por el centro de la ciudad. Aún más demacrado, con la voz más deteriorada y grave, que parecía salir de las profundidades de la tierra en vez de las cuerdas vocales de un hombre. Pasó, sin más.
Pero esta tarde, de nuevo, se toparon en el metro. Él no la recuerda, es como si se hubieran conocido en otra vida hace miles de años pero de vez en cuando, la ciudad cruza sus caminos. La casualidad la llevó a ubicarse a su lado, sin llamar su atención ni echarle una ojeada hasta que escuchó a alguien a su lado cantar, casi a voz en grito, desastrosamente entonado y mal pronunciado.
Un señor trajeado invitó al ángel a callar.
-¡No está prohibido cantar en el metro!-
A pesar de la rebelde contestación, se amodorró, no les regaló más canturreos a los viajeros, decidió levantarse del asiento y permanecer de pie con los ojos entrecerrados mientras se tambaleaba hacia los lados. Ella le miraba de soslayo hundida entre las páginas de un libro, reconoció a su ángel de la guarda. ¿Dónde dormiría esa noche? ¿Se dirigía a su mismo barrio? ¿Qué habrá comido hoy? ¿Qué se metería ahora? Parecía más despejado que cuando le daba a la heroína.
La gente le mira con miedo despectivo. Y es que el ángel tiene un aspecto agresivo, unas facciones muy marcadas y una voz de película de miedo, sucio y andrajoso. Pero ella no podía temerlo, porque sabía que una vez, antes de convertirse definitivamente en un ser de ultratumba, fue humano, un humano tierno y generoso, de buen fondo. Eso los demás no lo saben, le ven y desconfían.
Su ángel de la guarda no sabe cómo relacionarse con los demás, le recuerda a ese ser de El Señor de los Anillos, que un día había sido un hobbit y por la influencia del Señor Oscuro se había convertido en un especímen difícil de definir, condenado a vagar en las tinieblas, deforme y solo. El ángel de la guarda hablaba con la gente del metro, que le miraba raro. Se acercó a un chico que entró en el vagón en la siguiente parada que desvió su mirada contrariado, con recelo. Y como no recibió grandes respuestas a sus comentarios quiso ser más incisivo y «bromeó» con otra señora:
-¡Tú me molestas! Si vas con los ojos cerrados no sabes a qué parada vas…–
La señora se defendió con una grosería ante la observación del ángel dirigiéndole una mirada despreciativa y estigmatizante ante la que él reaccionó, a su manera:
-¡Me meo en tu boca!-
Y salió corriendo del vagón mientras el tren esperaba en la estación la entrada de nuevos viajeros. Y no contento con eso, dio media vuelta en el andén para regresar a la puerta y le dijo a la señora antes de que el vagón cerrara sus puertas:
–No, aún mejor ¡me cago en tu boca!
Ella, testigo de la situación tensa, le echó de frente al que era su ángel de la guarda una mirada censuradora, como aquella que le dice a los niños «eso no se hace». El ángel se marchó corriendo y desapareció confundido entre el gentío del andén.
Después, en el vagón, los demás comentaron en su usencia lo mucho que habían deseado haberle dado un bofetón, lo soez de su comportamiento con la señora, que permanecía en su asiento indignada y lo muy valientes que se mostraban las personas de su alrededor, que no habían abierto la boca ante los improperios del ángel de la guarda. Ya, qué valerosos son todos después del paso del toro, pero qué resguardados permanecieron tras las vallas ante su paso. Si supieran lo inofensivo que era, que a ella se le antojó como un chiquillo de quince años que se insubordinaba ante las miradas inquisidoras por su aspecto y su enfermedad. Porque del ángel de la guarda nadie se acuerda cuando se pasea hacia ninguna parte con la única compañía de un simple cartón de vino.
Pobre ángel, ahora unas señoras sólo se acuerdan de él por su desfachatez en el metro. Pero para ella sigue siendo su ángel, a pesar de todo, y le perdona.
Los mares de Vallecas
En la madrugada de la noche de Reyes, mientras esperaba en mi terraza a los de Oriente, vino a recogerme Jack Sparrow, el pirata más temido del Caribe, que se da un aire a Johnny Deep. Le había llamado a su móvil, que ahora se ha comprado uno por aquello de estar conectado con los guardacostas, por si avistan una patera de inmigrantes, acudir raudo con su caravela a asustar a la Guardia Civil cuando se acerquen a los africanos asustados. Porque aunque es excesivamente fanfarrón, tiene buen corazón.
La cosa es que vino a recogerme en La Perla Negra (ya sé que en Madrid no hay mar, ¿vale? Pero es mi fantasía y me la pela). Porque lo que vosotros no sabíais es que La Perla también puede navegar por interior, siempre y cuando no se salte los límites de velocidad de la DGT. Pues eso, nos fuimos toda la noche a surcar los mares y le eché una mano en la búsqueda de un tesoro escondido, ya que aquí soy incapaz de encontrar ninguno.
Navegando, nos dimos un rulo por Vallecas cuando la ventisca soplaba más fuerte. Y avistamos una serie de pequeños barcos atracados delante de uno de los garitos rockeros más conocidos del barrio, el Jimmy Jazz. Sparrow se moría por un vaso de buen ron, yo por un katxi de kalimotxo, así que decidimos pasar a ver qué se cocía. Aunque primero me rogó que me vistiera decentemente con una pata de palo, los mitones bien puestos, el parche en el ojo y me colocara la camisa raída de pirata, que de su barco no se podía bajar de cualquier manera.
Qué horterada tan espectacular. Como veis, al final, todas las hazañas de Jack Sparrow salen bien, ¡encontramos el tesoro! Como dicen en la peli, nunca se sabe si lo planea porque es un crak o si le sale de pura suerte casual porque es tonto… A mi me da igual, el resultado es entretenimiento y diversión. De hecho, ya hemos quedado para vernos en julio en el puerto del barrio, en la Batalla Naval, con mis pistolas de agua a punto.
En días como los de hoy
En días como los de hoy, pesaban la tristeza y las ausencias. Notaba en falta el compartir cotidiano, las palabras quitando miga a cualquier asunto que podía dramatizar en exceso, sobre todo contarle que le había pasado aquello o lo otro. Que le hiciera la cena cuando llegaba tarde a casa, que le estuviera esperando para ver una película, los paseos, las largas e interminables caminatas mientras hablaban de todo un poco… o simplemente permanecían en silencio mientras andaban, seguros y sinceros, creyendo que nada mejor les podía esperar.
En días como los de hoy, recordaba que una vez tuvo un sitio claro y tranquilo, un lugar llamado hogar, un espacio de entendimiento, una compañía y una amistad.
En días como los de hoy, piensa que no y sólo hace una cosa, echar de menos.
"Cuando te deje de querer, me perderás para siempre"
Cuando ella pronunció titubeando esa frase, con tono desvencijado, derrotada, sin esperanza, él le devolvió una mirada incrédula desde el otro lado del pasillo, pero con un cierto asomo de que eso pudiera suceder algún día lejano.
Aunque lo enunciaba triste y prácticamente ausente, se sintió reconfortada en ese pensamiento. Se imaginó sin culpas, sin decepciones, sin miedo a quedarse sola, la sensación de liberación la compensaría de todos los otros males. El desgaste, la desilusión y el dolor podrían desembocar en el hecho consumado que auguró en voz alta.
A pesar de todo, él no la tomó en serio y se marchó dando un portazo tras la última discusión, acostumbrado a encontrarla a su vuelta… como siempre.
Sin embargo, para su sorpresa, sus ojos no volvieron a encontrarse con los de ella jamás y las palabras flotaban a su alrededor, con el eco torturándole en sus oídos: “Cuando te deje de querer, me perderás para siempre”.